Entra un cuarentón a comprarse unos pantalones y una gloriosa veinteañera con el cuello protegido por sus dos excelsos senos -te-tas- (y a los que, como instrumento de trabajo que considera, ha bautizado cariñosamente: Berta y Roberta) ve rápidamente una comisión y, mientras mastica un chicle de clorofila y corazón de sandia, le rodea las manos del caderamen y le dice: "cariño, tienes ciento quince de cintura, oyes, te conservas muy bien, ¡ya quisiera mi novio!". Al principio, el cuarentón piensa que aquella muchacha es una de esas frescas a los que les gustan los maduritos interesantes, de las que tragan, y al pobre hombre, que desde que tiene uso de razón –con especial insistencia desde su adolescencia- ha sido un hombre capicúa (de los que uno cuando los mira no sabe si está viendo la cara o el culo) se le disparan los chakras y se le animan los menudillos.
Pero no, la muchacha piropea al señor obedeciendo simplemente a las consignas de la fraternidad universal de la venta de pantalones. De ligar nada. La técnica no es más que un ataque psicológico en toda regla a lo más profundo de la ilusión humana. El marketing hace daño, mucho daño, a esas esperanzas –las pocas que le quedan ya- que los pobres cuarentones aún depositan en la humanidad. Y todo por vender. No es justo. Estamos completamente deshumanizados.
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