El caso es que el nacimiento del beso tiene tantas explicaciones -y tan peregrinas- que a buen seguro ninguna sea cierta. Los hay que certifican que nació en Grecia (en la de antes, con sus filósofos, sus efebos y sus Helenas de Troya), cuando las mujeres intentaban comprobar con un beso a tornillo si sus maridos habían estado en la taberna del ágora Mayor con los amigotes dale que te pego al hidromiel con vino (de Corinto, imagino). Otra teoría señala a la Tierra de Fuego como el punto de partida del beso. Los indios que habitaban dicha región desconocían el uso de los vasos y, para beber, se pasaban el agua unos a otros con la boca. Dicho así la verdad es que suena a juego de yogurines intentando intercambiar fluidos con la tíabuena de la tribu con cualquier disculpa pero, como decían en un anuncio de la tele, yo lo he leído.
Sea como fuere, en ósculo apasionado, puede provocar un cambio tan brusco que, según los mismos de antes (los que estudian estas cosas) puede acortar nuestra vida hasta tres minutos. Pero, siendo serios, ¿qué son tres minutos menos ante tal derroche de placer?
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