Enrique VIII y Ana Bolena tuvieron una hija que llegó (antes de -como era costumbre de la época- morir ejecutada) a Reina de Inglaterra bajo el muy original nombre para una reina inglesa (aunque ésta fue la primera en usarlo) de Isabel.
Y había un conde, el de Leicester, empeñado a toda costa en conquistarla.
Como el amor es una de las enfermedades mentales que más altera a quien la sufre, al pobre conde no se le ocurrió otra cosa que intentar obtener los favores de su amada regalándole sin parar y ¡durante diecisiete días seguidos!, conciertos de trompeta adornados con fuegos artificiales y bailarinas vestidas de ninfas y doncellas que salían portando espadas de un lago, un lago que hizo construir especialmente para la ocasión.
Después de tan largo y rumboso espectáculo que acabo dejando en la más absoluta de las ruinas al conde, al pobre (ya "pobre" en todos los sentidos) no se le ocurrió otra cosa que pedirle a la afortunada señorita que se casara con él.
Y ella le dijo que no.
Aunque las comparaciones sean odiosas y (tanto para bien como para mal) a uno siempre le duele más el dolor de muelas propio que una operación a corazón abierto que le hagan al vecino de abajo, no está de más saber que, al menos en cuestiones amorosas, siempre hay quien nos supera a la hora de hacer el tonto.
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