Pero con el sedentarismo llegó también el ocio. Y fue ahí donde empezó todo. Con pocas cosas en que ocuparse, y sólo para distinguirse tontamente, la gente a la que no le gustaban las habas, plantó pepinos y se puso a hablar con acento diferente del de los que cultivaban trigo al otro lado de la montaña; inventaron palabras distintas para nombrar las mismas cosas y llegaron a no entenderse los unos con los otros. Los de las vacas de la meseta presumieron de cantar mejor que los recolectores de lechugas en el valle, quienes alardeaban de a su vez de saltar a la pata coja más lejos que nadie. Unos proclamaban la extraordinaria fecundidad de sus mujeres como si fuera una hazaña de su masculinidad; otros se vanagloriaban de la anchura de su río, como si lo hubieran hecho ellos; los de más allá ostentaban con orgullo unos pucheros con pitorrito de los que nadie conocía el secreto de fabricación, y los de más acá se jactaban de haber inventado el séptimo agujero de la flauta.
Se inició la acostumbre de apedrear a los forasteros, se inventaron unos símbolos para poder restregárselos en las narices a los vecinos y la gente empezó a estar orgullosa de ser de Entrepuentes del Río Seco, sin pararse a pensar que eso era puramente accidental, y que igual se le podía haber ocurrido a su bisabuelo plantar la mata de habas en Vladivostok. Y ahora sería ruso.
Claro que esto ocurrió hace 8.000 años, año arriba, año abajo, y la lógica evolución del mundo ha hecho que ya no nos parezcamos en nada a aquellos primeros antepasados nuestros tan cercanos al eslabón perdido. ¿Verdad?
Hasta el lunes.
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