No tuve en cuenta que hay lujos y placeres nada sofisticados, tan sencillos y baratos como darse un baño relajante, un paseo por el campo, caminar descalzo por la tierra húmeda o dormir una buena siesta. Y no sólo son lujos esos tópicos a los que siempre echamos mano cuando nos ponemos cursis contando las virtudes de contemplar el fuego, escuchar el ruido del agua, oler el aroma de una flor o comer fruta recién cogida del árbol. También pueden ser placeres refinados -y al alcance de cualquiera- nuestras rutinas más cotidianas: despertar un domingo y asomarte a la ventana para contemplar a la gente, salir a comprar el pan recién hecho para untarlo después con mermelada de calabaza (la de Helios es insuperable) y beber un buen tazón de café con leche, mientras hojeas perezosamente el periódico al sol de mediodía, o, si es invierno y hace frío, abrigarte con un suave jersey de lana o meterte en la cama caliente y leer un libro hasta que entras en calor y el sueño te derrota.
Es así, el placer no es un asunto de propiedades o conquistas. Se acerca más a un estado de ánimo que tienen mucho que ver con la tranquilidad, la confianza, el propio sosiego y el de cuantos nos rodean. Lo que más nos aleja de él, en consecuencia, es todo aquello que produce confusión, envidia o remordimiento.
Sí, me gusta el lujo. Ya lo dijo Sócrates (que a su vez lo tomó prestado de un graffiti en las paredes del templo de Delfos): "conócete a ti mismo, y lo demás irá sobre ruedas".
... refugios albaneses.
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