2828. Lunes, 22 febrero, 2016

Capítulo Dosmilésimo octingentésimo vigésimo octavo: “La evidencia es la demostración más decisiva”. (Marco Tulio Cicerón, 107-43 a.C.; orador romano).

Uno llega a cierta edad en la que el propio cuerpo se empeña en imitar al universo poniéndose en permanente expansión. Y de pronto, sin saber por qué, aparece un minuto tonto en la que piensas que fuera el azúcar, fuera la grasa, fruta por la noche, verdura al mediodía, pechugadepollo por la noche y, en el colmo de la absurdez, hasta se te pasa por la cabeza apuntarte a un gimnasio.

Los gimnasios deberían de estar prohibidos para la gente común, son muy aburridos, y casi todos los que lo intentan les pasa lo mismo: al cuarto día de doblar el espinazo haciendo abdominales, sienten la tentación de espaciar las citas con la musculación a dos por semana en vez de tres y a una en vez de dos. Al quinto ya pasan más tiempo en el jacuzzi -o como se escriba- que en la máquina de hacer pectorales. Se llevan una radio de auriculares, y empiezan a poner disculpas de todo tipo; cuando no se les olvida la toalla no se acuerdan de llevarse una muda para después de la ducha; se deprimen profundamente cuando se pesan tras media hora de la cinta esa de correr y se dan cuenta de que sólo han perdido las calorías equivalentes a un miserable yogur de fresa.... y de los desnatados.

Mejor dejemos las torturas para los tiempos de la Inquisición, algo que se disolvió, por suerte, hace muchos, muchos años.


... primos primates.

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