2688. Miércoles, 1 julio, 2015

Capítulo Dosmilésimo sexcentésimo octogésimo octavo: “El que se ve en una situación peligrosa piensa con las piernas”. (Ambrose Gwinett, 1842 – 1914; escritor estadounidense).

Las palomitas son el fruto del diablo. Que una bolita pequeña y naranja, insípida y más dura que una piedra, al ponerla en un calor elevado (como las llamas del infierno) explote de repente multiplicando exponencialmente su tamaño y convirtiéndose en un manjar suave al tacto, de un blanco radiante, esponjoso y ¡hasta rico!, muy normal no es, porque cualquier otro alimento expuesto en un calor elevado acaba de color negro tizón y echando una peste a quemado que no te lo comes ni por una apuesta. Además la palomita, ese grano venido del averno, es adictiva, que te comes una y estás perdido… una detrás de otra, una detrás de otra; que si en vez de manzana, Adán y Eva hubieran tenido un cubo de palomitas todavía estarían allí.

Las palomitas, ese grano diabólico te convierte en un ser insaciable y guloso, que conoces el tamaño de tu boca, que sabes perfectamente –cuestión de práctica- hasta qué punto puedes abrirla para meterte algo dentro, pero aun así abres la mano hasta el límite de tus dedos, metes la zarpa, y cual máquina de feria de esas que intentan pillar un peluche -que nunca se pilla- coges cincuenta palomitas, intentas metértelas en la boca -cuando sabes que de un mismo viaje solo te caben diez-, y en un esfuerzo sobrehumano y a base de presión te acabas metiendo quince.

¿Y qué pasa con las restantes?… pues que se van al suelo y eso luego tienen que limpiarlo alguien, alguien que se acordará de las rameras progenitoras de tanto ansioso como hay por ahí suelto.


... paradoja.

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