2304. Viernes, 27 septiembre, 2013

Capítulo Dosmilésimo tricentésimo cuarto: “Todos los días miro los obituarios de los periódicos y me fijo sobre todo en la edad del muerto. La mayoría es más joven que yo. Me asusto y pienso: a lo mejor se han olvidado de mí” (Billy Wilder, 1906-2002; director de cine austriaco)

La vagancia, mi estado natural, suele ir casi siempre acompañada de uno de los peores pecados que, según parece, se pueden cometer hoy en día: el de aburrirse. Ser acusado en público de aburrirse es peor que ser sospechoso de robar la caja de una sociedad protectora de animales o decir que las crías de oso panda son una cosa asquerosa (que lo son). Aburrirse es pecado, no hay derecho, es deprimente.

Y es justo ahí donde me sale el peluchereivindicativo. Quiero reclamar el aburrimiento. Vivimos en una sociedad que ha hecho del aburrimiento su nuevo enemigo. Nos dicen que hay que hacer esto y aquello sin parar, y quienes nos aburrimos y !lo confesamos! somos considerados, además de provocadores, locos o asociales, unos bichos raros que no sentimos curiosidad por nada, vivimos en la inopia, o, por qué no decirlo, que somos directamente idiotas por perder el tiempo de esa manera.

Peor para ellos. El aburrimiento, en lugar del infierno que se empeñan que sea, es una herramienta fundamental para descubrir quiénes somos. Quien sabe aburrirse es lo suficientemente valiente como para enfrentarse a sí mismo. El aburrimiento, en dosis controladas, es un lujo. Y yo no estoy dispuesto a perdérmelo.

Por cierto, aprovechando que hoy es mi cumpleaños, me voy a regalar aburrimiento a manos llenas en mi horario laboral. Lo de cada día, vamos.


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