2275. Lunes, 19 agosto, 2013

Capítulo Dosmilésimo ducentésimo septuagésimo quinto: "El rico come. El pobre se alimenta." (Francisco de Quevedo, 1580-1645, escritor español.)

Había una vez un príncipe joven y apuesto que poseía un bosque en el centro del cual se encontraba un castillo. Un día paseando montado en es su brioso corcel, abstraído por el leve rumor de las hojas de los árboles movidas por la ligera brisa, ensimismado por el dulce canto de los pájaros y el tenue murmullo de las aguas de un arroyo cercano.

Súbitamente el caballo se encabrita cayendo el príncipe al suelo con estrépito. El príncipe -asustado- mira a todas partes dispuesto a enfrentarse a quien sea y a lo que sea. Mas quedó mudo de asombro al observar en el suelo una ranita que tenía un brillo especial, que le miraba fijamente y que le hablaba en estos términos con voz dulce y acaramelada:

-Escuchadme, príncipe; no soy en realidad una ranita. Soy una princesa que está “encantada”. Me dirijo a ti porque está escrito que si un príncipe me da un beso me “desencantaré” y volveré a mi estado natural.

El príncipe quedó pensativo unos instantes, tomó la ranita y la besó. El “desencanto” surtió efecto porque al instante la ranita quedó transformada en una joven y bella princesa.
Dice la historia que el príncipe quedó extasiado ante la belleza de la princesa -que estaba desnuda- a tal extremo que tuvo deseos de forzarla. Más la princesa, adivinando sus malignas intenciones, le advirtió:

- Príncipe, si me forzáis quedareis "encantado"
Sin embargo, el príncipe llevó adelante sus perversos deseos y a forzó. Entonces la princesa le preguntó:
- Príncipe, ¿verdad que habéis quedado "encantado"?
- Encantado, no !encantadísimo!

Ya, una soberana gilipollez. Pero es un lunes de agosto.. demasiado.


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