2251. Miércoles, 19 junio, 2013

Capítulo Dosmilésimo ducentésimo quincuagésimo primero: " Somos fácilmente engañados por aquellos a quienes amamos” (Jean-Baptiste Poquelin, -Molière-, 1622 – 1673; dramaturgo francés)

Desde muy pequeñita, mientras las demás nenas jugaban con muñecas, Consuelito, que las miraba cejijunta, quería llegar a ser muy pronto una señora respetable. "Mamá -decía Consuelito muy seria- quiero ser ya mayor y llamarme doña Consuelo y ser una señora admirable. Quiero tener un marido digno y respetado y unos hijos reverenciosos y trabajadores; quiero una hijas honestas y juiciosas; deseo (y no hace falta decir que ardientemente) tomar estado y formar un hogar ejemplar". Le respondía su madre que aguardara un breve espacio, porque el supremo Hacedor se encargaría de dar cumplimiento a tan hermosos deseos y le concedería la mano de un prócer que la ampararía bajo su hermoso bigote y daría lustre a su apellido con su leontina de oro.

Ansiosa de seriedad y respeto, de prestigio y farde, de brillo social y parroquial, Consuelito fue creciendo. A los quince años, entre culebrón y culebrón recriminaba a las de su edad que no pensaran en su futuro y, enarbolando el bastidor las increpaba: "Bordad vuestro ajuar, mocosas, o no lograreis ventajosos casamientos".

Todas, entre atónitas y sobrecogidas emprendían la huida mientras ella se refugiaba en brazos de mamá quedándose sola con su ajuar y su dote, un buen pellizco que su madre, vista la escasa belleza de Consuelito, guardaba previsora.

Consuelito, ahora ya es Doña Consuelo, casose a los treinta y dos, meses después de que muriera su madre y apenas dos semanas después de conocer a Joséluis, un mulato colombiano que la enchochó durante un año, justo hasta el tiempo que tardó en sacarle todos los cuartos con su zalamerías, pamplinas y arrumacos. Justo el tiempo que le hizo falta para traerse desde Colombia a sus padres, a sus hermanos, a su amiga Ivania y a los hijos de su amiga Ivania que aunque no eran suyos también tenían derecho a vivir con su madre, porque donde caben dos caben tres, sobre todo si están por medio los cuartos de Doña Consuelo.

Una Doña Consuelo que ahora ya separada (y sólo separada que el divorcio es pecado) maldice su suerte mientras acaricia lo que aún le queda del ajuar aunque sólo fuera porque Joséluis, su hombre, aquel que le juraba mil veces al día amor eterno, le había convencido de que las sábanas tenían que ser de hilo egipcio y no de aquellos miserables "trapos para pobres”.

Lo jodido del asunto es que salvo algún nombre cambiado –sólo alguno- la historia es completamente real.


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