1832. Lunes, 30 mayo, 2011

Capítulo Milésimo octingentésimo trigésimo segundo: "Si hay alguien pesimista y catastrofista ésos son los verdes, que ya usan el nombre del color del que se van a poner en cuanto nos afecte la radioactividad” (Pedro G., 34 años; parado)

Comenzaba este fin de semana y la visita ha sido obligada. Las observaciones, también. Quienes se disponen a asistir a la feria para comprar un libro, ha de seguir al pie de la letra una serie de mandamientos, sin los cuales, la compra en cuestión resultaría ordinaria. Porque no se trata de llegar a la barraca y decir cuánto, tanto, envuélvamelo que me lo llevo. No, la cosa tiene su ceremonia, su cuento y su gracia. Veamos.

En primer término, uno debe vestir las mejores prendas, en este caso, las más cursis pues nos encontramos en primavera. Sí, uno debe ir como los chorros del oro, bien duchado, bien perfumado, con el clavel en la oreja y toda la familia, suegra y gato incluidos. En segundo lugar, uno debe inspeccionar puesto por puesto, abrazarse con algún escritor que en ese momento esté firmando ejemplares, poner los libros al trasluz, calcular su peso y la buena encuadernación. Pero esto ha de realizarlo de modo que todo el mundo observe que sí, que hay en él un auténtico amante de la buena calidad. Por último, uno ha de apoyarse a meditar durante algunos minutos sobre el mostrador, vamos, como si se tratase de algo absolutamente trascendental. Luego, tras dar unos pasos atrás, mirar éste ya aquel libro, como indeciso. Y por fin, a gritos, decir: "Este, me llevo este libro". Entonces a uno se lo envuelven, los defensores de la inteligencia le aplauden, los editores le besan y la mujer de al lado, que todavía no se ha decidido, se emociona como sólo saben emocionarse las mujeres al comprobar que alguien ha cometido una locura. La locura de haber comprado un libro en pleno siglo XXI.



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