1814. Miércoles, 4 mayo, 2011

Capítulo Milésimo octingentésimo decimocuarto: “La naturaleza es increíble: no sólo so se puede vivir del aire, sino que ni siquiera se puede vivir sin él” (Alberto Marcos, 34 años, pensador en paro)

Estamos en una sociedad que va a la deriva, cada cual va a lo suyo y explota a sus semejantes hasta sacarle zumo de limón. Aprovechando un número redondo de entrada, la milochocientas, propongo una revolución llamémosle neorromántica. Una revolución elegante, sin violencia, sin odio, sin resentimiento. Lo que se dice una pera en dulce de revolución.

Pienso yo que para llevar a la práctica este tipo de revolución, primero convendría dividir el mundo en dos equipos tradicionalmente conocidos como poderosos y sometidos. Los poderosos serían los ricos y sus primos hermanos los ricos de espíritu. Y los sometidos, los pobres e insensibles en general. Y, por supuesto, la revolución, a empezarla como se empiezan las empresas universales, de abajo arriba, estilo bragueta, con perdón.

Entonces, si los pobres fueran verdaderamente románticos (que lo son de boquilla pero no lo son de corazón) se podría intentar el siguiente sueño dorado: que todos los pobres del planeta (de este planeta) se pusieran de acuerdo para suicidarse el mismo día y a la misma hora. Y una vez todos desaparecidos, veríamos a los ricos poniéndose a trabajar, a ganarse el pan con el sudor de su frente, a coser, a fregar, en fin, a todo.

Las ventajas, pues, de la revolución son contundemente obvias. Libraríamos a la sociedad de unos mil millones de seres infelices, y el equilibrio del trabajo físico reluciría como un sol imperial. Todo sin violencia, ni odio, ni resentimiento. Elegantemente, como quien no quiere la cosa.

Además -¡y por fin!- los ricos tendrían que trabajar. Que ya sólo por eso merecería la pena.



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