1398. Viernes, 8 mayo, 2009

Capítulo Milésimo tricentésimo nonagésimo octavo: "Encanto más talento más una ligera informalidad, le ayudarán mucho al principio; pero al final de cuentas, es la brevedad la que conquista el corazón del público." (R. Cheney, 1941; profesor de comunicación estadounidense)

Siempre me ha parecido que el sexo rápido, el aquí te pillo aquí te mato de toda la vida, entre dos o más personas que ni se conocen, ni ganas de conocerse (y que posiblemente no se volverán a ver nunca), es una opción, con permiso de la neisseria gonorrhoeae y demás compañeros de fatiga, tan valida como cualquier otra.

Pero siempre le he encontrado un gran problema: el que los sexólogos modernos les ha dado por llamar post-coito y que los demás, de toda la vida, hemos llamado momento cenicienta. Justo aquel en que el sexo deja de ser un impulso y se convierte en una plasta, justo aquel en el que, tumbado en la cama, lo único que te apetece es largar a ese cuerpo extraño que tienes al lado.

Porque en los post-coitos de este tipo no se habla, sólo se padece. ¿De qué se puede hablar? ¿No es de mal gusto preguntar si le gustó? ¿Acaso si no le gustó te lo van a decir? Es verdad que si todo va como debiera, la incomodidad no debería de durar más de unos minutos (los mismos que tarde el más rápido en vestirse) pero por pocos que sean, se hace muy duro soportar esa repentina mezcla de timidez y retraimiento que se produce y que se va agravando según pasan los segundos, unos segundos en los que no haces otra cosa que preguntarte una y mil veces cómo podía ser que aquella calabaza que tienes delante hubiera sido, apenas unos momentos antes, una impresionante carroza.

Con razón las señoritas putas siempre cobran por adelantado.

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