1397. Jueves, 7 mayo, 2009

Capítulo Milésimo tricentésimo nonagésimo séptimo: "Todos dicen que el perdón es una idea maravillosa, hasta que tienen algo que perdonar" (Clive Staples Lewis, 1898 - 1963; escritor irlandés)

Habrá quien no se acuerde, pero antes de ser tan modernos la gente que quería sacar dinero tenia que ir a su banco y, después de rellenar unos papelitos en los que había que firmar por duplicado y hacer la correspondiente cola, un señor de carne y hueso con cara de forzoso adicto a los laxantes, te lo acababa dando. El trasiego de clientes era tal (y los señores estreñidos tan lentos) que las colas que se formaban hacían que quien sacaba o ingresaba su capitalito siempre tuviera una nariz encima de su hombro enterándose hasta de los plazos que te faltaban para acabar de pagar la lavadora.

Por eso, a los bancos, tan suspicaces con estas cosas de la intimidad (ajena), se les ocurrió poner en el suelo unas tiritas de colores chillones en los que, con letras todavía más aparatosas, se podía leer algo así como “espere aquí su turno”. El resultado no se hizo esperar y, salvo algún despistado y el habitual rebelde porqueelmundomehahechoasí, la gente empezó a cumplir a rajatabla el mensaje.

Pero llegaron los cajeros automáticos y, aunque su número es infinitamente superior al de los señores estreñidos y su horario se extiende por el infinito y más allá, las colas delante de ellos volvieron a aparecer. Normal. Entre los lentos que son (a ver si va a ser verdad aquello que dicen de que dentro de cada uno hay un jubilado bajito que comprueba hasta cien veces la cantidad que le has pedido), que a todos se nos ocurre sacar dinero a la misma hora, y que de los noventa y cinco que hay en el barrio sólo funciona uno, pocas veces puedes teclear tu idolatrada clave sin que tengas que intentar preservar su intimidad de mil ojos indiscretos.

Ante un mismo problema, una misma solución. ¿No podrían poner las banditas de colores con el famoso mensaje en la calle? Ya sé que las aceras son de los ayuntamientos, pero conociendo los escrúpulos de éstos (y, sobre todo, su escasez de fondos... ¿alguien ha dicho algo de un impuesto nuevo? Sí, sí, sí, aprobado!!!) seguro que tampoco iban a poner muchos problemas.

Y es que uno empieza a tener una edad en la que disimular los años es ya tarea (la tarea) prioritaria. Y de nada sirve que cada mañana, intentando aparentar seis meses menos, te pongas la baba de caracol, tres hidratantes, seis antiarrugas, dos rodajas de pepino del amazonas y una capa de concha de nacar a la rosa mosquera, si luego, cada vez que uno va al cajero y teclea su clave, todo el vecindario se entera del año en que has nacido. No es justo.



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