1345. Miércoles, 11 febrero, 2009

Capítulo Milésimo tricentésimo cuadragésimo quinto: "Nunca se miente tanto como antes de las elecciones, durante la guerra y después de la cacería" (Otto von Bismark, 1815-1898; político alemán)

Todos, en mayor o menor grado, por acción o por omisión, mentimos. Lo hacemos en la medida que no decimos lo que pensamos o que decimos lo que no pensamos o no sabemos, o incluso lo que sabemos incierto. Es un proceso evolutivo lógico que, en el mejor de los casos, aparece cuando nos damos cuenta de que la sinceridad no siempre es posible ni conveniente.

Por eso, y desde siempre, las diferentes culturas han intentado establecer mecanismos para conocer si alguien está mintiendo o diciendo la verdad. Un tema en el que, por cierto, no se ha avanzado mucho ya que los últimos ingenios científicos, el del criminólogo italiano Cesar Lombroso en 1895 basándose en el aumento del pulso y la presión sanguínea, y el del norteamericano A. Larson, en 1921 creador del polígrafo que combinaba presión sanguínea, pulso y ritmo respiratorio, apenas tienen credibilidad.

Al contrario del método que aún usan los beduinos de Arabia que, cuando quieren saber si alguien ha mentido, le hacen chupar una barra de hierro ardiendo; si la lengua aparece quemada, queda demostrado que el acusado ha mentido.

Sí, eso mismo, todos acaban con la lengua chamuscada, pero basta con volver a releer la primera frase de esta entrada para comprobar que el método tiene un 100% de aciertos.

... arrimando el ascua a su sardina

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