1086. Lunes, 3 diciembre, 2007

Capítulo Milésimo octogésimo sexto: "Vanessa, 18 años, estudiante espectacular; olvídate del francés y del griego, ven conmigo y te haré el manchego" (Francisca Sánchez, 29 años, señorita de compañía)

Calculando por encima, estaré muy cerca de los noventa años -si llego- cuando el mundo se vaya a tomar vientos. O eso es al menos lo que nos están contando científicos, ecologistas y algún que otro vicepresidente que, una vez perdidas las elecciones a las que se presentó, ha encontrado su verdadera vocación poniéndonoslos de corbata con sus peliculitas sobre la decrepitud el planeta.

Cincuenta años, más o menos, es lo que le calculan que le queda a la Tierra para irse al garete. Apenas medio siglo en el que, si lo pensamos bien, no nos da tiempo ni a acabar de pagar la hipoteca.

Pues con este panorama todavía hay quien me pregunta que por qué no tengo hijos. La verdad es que nunca había pensado tenerlos (el método tradicional siempre estuvo descartado, sólo pensar en el cómo, tan antinatural y desagradable, arggggg), pero tal y como se están poniendo las cosas hasta adoptar es algo malvado.

Para cincuenta años que nos quedan, y tal y como nos lo venden, lo que tengamos lo disfrutaremos nosotros, porque, aparte de que un hijo sea un pozo sin fondo sin rentabilidad a largo plazo, ponerlo en el mundo sabiendo que antes de llegar a ser presidente de algo la única lluvia que conocerá será la ácida, es como para pensárselo. Y mucho.

Luego se extrañan de que la natalidad caiga en picado.



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